jueves, 12 de julio de 2007

Salud y Bien Común

Vª JORNADAS NACIONALES DE LA SITA
SECCIÓN ARGENTINA

“CULTURA, CIUDAD Y PERSONA"

(Mar del Plata, 7, 8 y 9 de junio de 2007)


La salud como parte viva del bien común y su actual desnaturalización.

Mario Caponnetto

La salud es un bien individual pero está ligada a una serie de hechos sociales y políticos; por tanto, es también una institución social y cultural de singular relevancia en la vida de la comunidad política (Polis, Ciudad o Estado). En este sentido ella integra el bien común, principio y fin de la vida política.
A partir de esta articulación entre salud y bien común se suscita una serie de problemas, a saber, la situación del hombre enfermo frente a la sociedad, la integración social del médico, la demanda de salud, la organización institucional de la asistencia médica, los agentes sociales de dicha asistencia médica y su complejo plexo de relaciones recíprocas y de intereses, etc.
Tales problemas requieren soluciones concretas; estas soluciones deben encararse de acuerdo con un criterio básico: la exigencia de una comunicación existencial del bien común, su plasmación concreta, corre a cargo de la virtud de la justicia en su dimensión distributiva. Sobre este fundamento han de diseñarse las políticas de salud.
No puede obviarse, no obstante, el fenómeno creciente en la sociedad contemporánea de una desnaturalización de la salud y de su relación con el bien común. Esta desnaturalización afecta a ambos términos: hallamos, en efecto, una distorsión de la noción de salud humana, a la que se la desvincula del bien integral de la persona y de su ordenación al fin último del hombre; pero hallamos, también, una distorsión de la noción de bien común el que, a menudo, queda reducido al mero juego de intereses contrapuestos o sujeto al vaivén de las ideologías.


1. Introducción

Puesto que el tema que nos ocupa es complejo y extenso y debemos abordarlo en un tiempo breve, parece oportuno delimitar los puntos de esta ponencia. Trataremos, pues, sucesivamente:
1) Qué entendemos por salud.
2) En qué sentido tomamos la noción de bien común.
3) Qué relación puede establecerse entre salud y bien común.
4) Qué problemas o conjunto de problemas se plantean a partir de esa relación.
5) Cuáles son los principios del orden social que han aplicarse para una recta atención de dichos problemas.
6) Por último, si asistimos actualmente a una desnaturalización de la salud humana en su relación con el bien común y, en caso afirmativo, en qué consiste.

2. Qué es la salud

Para acercarnos adecuadamente a la noción de salud conviene comenzar diciendo que salud es un término análogo, no unívoco.
Entendida en su analogado primero, ella se refiere a una cierta buena disposición corporal que, en principio, podemos definir como la adecuada y recíproca relación de las partes del cuerpo entre sí, la armonía y el equilibrio de los diversos órganos y sistemas; o como decía Leriche: la salud consiste en el silencio de los órganos. Pero es posible, también, hablar, análogamente, de una salud psíquica, emocional, social e, incluso, moral y espiritual.
Resulta claro que estas diversas significaciones análogas atraviesan, por así decir, aspectos, dimensiones o esferas diversas de la persona -sujeto único de la salud- y de su plexo de relaciones. De manera que podemos avanzar una primera conclusión: la salud es una buena y conveniente disposición, correspondiente a la primera especie de cualidad, es decir, un modo de ser accidental respecto de la naturaleza de la substancia, en este caso, de la persona tomada en su integridad y totalidad y no solamente en su dimensión corporal.
Con algunas salvedades, que no es el caso formular ahora, podemos aceptar, pues, la clásica definición de la Organización Mundial de la Salud: “la salud es el estado de completo bienestar físico, mental y social y no sólo la ausencia de enfermedades”.

2. El Bien Común

Dejaremos expresamente de lado, por ajeno al objetivo de esta comunicación, cualquier consideración que apunte a la esencia del bien común y nos atendremos, solamente, a los elementos o condiciones de su realización práctica. En este sentido tomamos como definición de bien común la propuesta por la Constitución Pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, en su parágrafo 26: “es la suma de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección[1]”. Subraya, también, el mismo Documento que el bien común atiende no sólo al individuo, sino a la familia y a las asociaciones y que el conjunto de la vida social ha de estar orientado a la perfección del hombre[2]. En el mismo sentido se expresa el Catecismo de la Iglesia Católica[3].
Tres son, al menos, las condiciones fundamentales para la realización del bien común, a saber, primero, la amistad social; segundo, la unión de las fuerzas y los esfuerzos de todos y cada uno de los miembros de la comunidad política; tercero, la suficiencia y la abundancia de bienes materiales y espirituales y su justa distribución[4]. Este último elemento resulta de particular interés para nuestro tema pues si bien en su dimensión esencial lo propio del bien común es su comunicabilidad perfectiva al todo de orden que es la sociedad política y a cada uno de sus miembros, “su plasmación concreta, corre a cargo de la justicia social en su dimensión distributiva[5]”.

3. Salud y Bien Común

A partir de los conceptos que acabamos de esbozar, resulta manifiesto, de una parte, que la salud, en principio, es un bien individual pues es el individuo, en definitiva, quien está sano o enfermo. De otra parte, sin embargo, en tanto se trata, como vimos, de un fenómeno que compromete la integridad y totalidad de la persona y de su plexo de relaciones, no puede dejarse de lado la posibilidad de una proyección comunitaria, social, cultural y política de la salud humana.
De hecho, sabemos por experiencia y por simple constatación de la realidad que la salud está ligada a un conjunto de hechos y de fenómenos sociales, políticos y aún culturales. En primer lugar, si la salud es parte integrante del bien de la persona y si, a su vez, el conjunto de la vida social se ha de orientar al bien del hombre, mediante la realización del bien común, surge con toda evidencia que la salud no puede estar ausente en esa suma o conjunto de condiciones que hacen posible, según vimos, la realización del bien común.
En segundo término, en tanto bien personal, la salud que, por su misma naturaleza, es un bien precario y expuesto a riesgos, ha de ser cuidada, preservada y, en lo posible, restaurada. Pero el cuidado, la recuperación y la preservación de la salud suponen la actividad, cada día más compleja, de un conjunto de agentes, sean individuos o instituciones, de los que enseguida hablaremos. En efecto, escapa por completo a la esfera de acción individual e, incluso, a la de ciertas instituciones y organizaciones que podemos llamar primarias o intermedias, dar una adecuada respuesta a la demanda de salud; por lo que se impone la necesaria estructuración de un sistema de salud al que el Estado, como garante del bien común, ha de atender.
Queda, pues, manifiesta la existencia de una articulación o entrecruzamiento de estas dos realidades, salud y bien común; articulación que comprende los siguientes puntos:
Primero, la salud, o mejor, su preservación y cuidado, es un elemento integrante del bien común en cuanto es parte de ese conjunto de elementos y condiciones de la vida social que hacen posible su realización práctica.
Segundo, el cuidado de la salud no puede alcanzarse en la simple esfera de acción de los particulares sino que requiere la estructuración de un sistema de salud necesariamente complejo, en el que converge una pluralidad de agentes.
Tercero, el sistema de salud, formado como dijimos por una pluralidad de agentes, requiere una recíproca y conveniente relación de todos y cada uno de dichos agentes a fin de que pueda actuar como una unidad en orden a su fin propio, esto es, satisfacer la demanda de salud de la sociedad y de los individuos.

4. Problemas que surgen a partir de la relación salud y bien común.

Hemos visto, pues, de qué manera la salud, sin dejar de ser un hecho individual, pasa a ser un fenómeno comunitario. Conviene detenerse en este concepto que estimamos central: la atención de la salud se da, siempre, en el seno de una cierta comunidad en la que se establecen relaciones recíprocas entre asistido y asistente, y que dichas relaciones deben regirse en conformidad con el principio de toda comunidad que es el bien al cual se ordena como a su fin.
La sola enunciación de este concepto basta para poner de manifiesto la multitud de problemas que se ofrecen a nuestra consideración: la situación del hombre enfermo frente a la comunidad y de ésta frente al enfermo, la integración social del médico, la demanda de salud, la organización institucional de la asistencia médica, los agentes sociales de dicha asistencia médica y su complejo plexo de relaciones recíprocas y de intereses, los diversos modelos de sistemas de salud hoy posibles y sus respectivas dificultades y beneficios, etc.
No es posible en el marco de esta comunicación abordar la totalidad de estos problemas. Nos ceñiremos, pues, sólo a uno que, de algún modo, hace a lo esencial de nuestro tema: ¿sobre que bases ha de organizarse un sistema de salud para responder adecuadamente a las exigencias del bien común en el marco de la nación?
Antes de responder a esta pregunta volvamos a nuestro concepto central, a saber, que el cuidado, preservación y recuperación de la salud se realizan, siempre, en el seno de una comunidad. Esta atención comunitaria de la salud reconoce, por cierto, diversos grados de creciente complejidad y de organización. La primera comunidad, la más simple y natural (valga el término) es la díada paciente-médico; ella constituye, sin duda, una auténtica comunión de personas unidas por un lazo que, en su máxima posibilidad de realización, alcanza un carácter eminentemente afectivo pues se trata de una necesidad que busca una ayuda; todo otro elemento que pueda observarse en esta díada -el arte, el conocimiento, la operatividad tecnocientífica, la mutua confianza, etc.- se sostienen y adquieren su significado propio sólo si están referidos a este vínculo esencialmente afectivo que estructura y vertebra la relación de un enfermo con su médico.
Pero el médico y el enfermo no están solos. Sin mengua del carácter personalísimo, íntimo, de la relación que los vincula, uno y otro están insertos, a su vez, en comunidades y organizaciones más amplias de las cuales, también, dependen en orden a una adecuada suficiencia de medios y de recursos los que, merced a su creciente complejidad y calidad, se hallan por fuera de la esfera de acción de esa comunidad primera que forman el médico y el enfermo. Surge, así, el instituto social de la asistencia médica a la que podemos definir como “el conjunto de medios o procesos institucionalizados que toda sociedad instrumenta con el fin de conservar la salud o evitar la enfermedad[6]”.
Pero con esto que acabamos de decir apuntamos a algo de capital importancia: cualquier sistema de asistencia médica que finalmente se organice no ha de perder de vista que él guarda un carácter subsidiario respecto de esa comunidad primaria que forman el médico y el paciente; es esta comunidad, verdadera comunión existencial de personas concretas, la que ha de ser siempre promovida y protegida.
Ahora bien; varios son los modelos de asistencia médica actualmente existentes. Están, en primer lugar, los llamados servicios nacionales de salud. Se trata de un modelo de naturaleza estatal caracterizado por brindar un acceso universal a la salud; el Estado se encarga de generar y financiar los servicios de salud mediante recursos financieros procedentes de las rentas. En este sistema, la salud se considera un derecho del ciudadano y la asistencia una obligación del Estado; y todo se encuadra en un acendrado concepto de justicia, equidad y solidaridad social. El enorme incremento de los costos en la medicina actual y la prolongación de la esperanza de vida son dos factores que han obligado a revisar, en algunos países, al menos parcialmente, la viabilidad de este sistema.
Otro tipo de sistema de salud es el que se conoce como sistema de seguridad social. Se trata de un sistema de gestión descentralizada, no estatal que se financia mediante el aporte y contribuciones, de carácter público y obligatorio, de los empleados y empleadores de los diversos sectores laborales (gremios y obras sociales); o, también, de los asociados a entidades de prestación médica (obras prepagas). La atención médica se limita, desde luego, a los miembros de cada uno de los grupos en cuestión. Este sistema tiene a su favor una mayor plasticidad gerencial; en su contra ha de computarse que deja fuera a quienes no están dentro del circuito laboral o no tienen posibilidad de acceso a las obras prepagas.
Tenemos, además, los seguros privados, éstos no se dan en estado puro sino que aparecen como complementarios de los anteriores. Son características de este tipo de seguros su escasa o nula regulación pública y su limitado alcance de cobertura ya que sólo pueden, por lo general, acceder a ellos sectores de medianos o altos recursos adquisitivos.
Por último, podemos mencionar los sistemas mixtos en los que coexisten dos o más de los sistemas antes apuntados[7].
Como puede advertirse varios son los sistemas o modelos hoy disponibles. Cada uno de ellos con las ventajas y desventajas que la experiencia va poniendo de relieve. Por eso, en principio, la elección de un determinado modelo es una cuestión de orden estrictamente prudencial aunque, como suele ocurrir casi siempre en este tipo de cuestiones prácticas, lo prudente es la adecuada combinación y complementación de los sistemas buscando compensar y equilibrar las bondades y falencias de cada uno.
El problema que queda en pié, pues, no es definir un sistema determinado de salud sino las condiciones de su adecuado funcionamiento en orden al bien común. Mas para ello debemos volvernos a los principios que rigen el recto orden social. Por eso, nos permitiremos recordar, siquiera someramente, algunos de esos principios.

5. Cuáles son los principios del orden social que han aplicarse para una recta atención de dichos problemas.

Recapitulando lo dicho hasta aquí, digamos que la preservación y cuidado de la salud integra el conjunto de elementos y condiciones de la vida social que posibilitan la realización práctica del bien común; .que el cuidado de la salud no está al alcance de la esfera de acción de los particulares sino que requiere la estructuración de sistemas de salud, de los que existen diversos modelos; finalmente que todo sistema de salud comporta la acción simultánea y convergente de una pluralidad de agentes lo que requiere una recíproca y conveniente relación de todos y cada uno de dichos agentes en orden al fin.
Ahora bien; cuando analizamos esa pluralidad de agentes, observamos que se trata de individuos, de instituciones y organizaciones de diverso tipo y, desde luego, de la sociedad perfecta, la Sociedad Civil o Estado que, por su propia naturaleza, es la que tiene a su cargo el cuidado y la gerencia del bien común. Desde la perspectiva de la Ciencia Política tenemos, pues, planteado un caso particular, altamente específico, de las relaciones que guardan las sociedades intermedias o cuerpos infrapolíticos, partes vivas del organismo social, entre sí y respecto de la sociedad perfecta, el Estado o la Ciudad para decirlo con un nombre tan caro a nuestra tradición filosófica.
Una de las graves secuelas que nos han dejado los regímenes políticos nacidos a partir de la ruptura del Orden Político Cristiano es la atomización social. La Modernidad concibe la sociedad no como un organismo integrado por un plexo de asociaciones y cuerpos intermedios, jerárquicamente ordenados y regulados -sociedad de sociedades- sino como el mero conjunto de individuos frente a los cuales se levanta el Estado: sea el Estado liberal, mero garante de los intereses individuales, sea el Estado colectivista que absorbe al individuo y lo sustituye. Este atomismo social que desorganiza la vida política y deja, en definitiva, al hombre concreto, totalmente desprotegido frente a la diversa gama de poderes absolutos y hegemónicos, poderes que cada vez más se concentran en mega estructuras que se sitúan por encima de las naciones y avanzan hacia la consolidación de un Estado Mundial, este atomismo social, repetimos, es la máxima dificultad con la que nos enfrentamos, no sólo en el campo específico de la organización de la Salud Pública sino en el de la entera organización de la vida política.
En este punto, como en tantos otros, la Tradición filosófica nos ilumina el camino. Recordemos que lo social es categorialmente relación cuyo fundamento inmediato es la acción humana, acción que halla, a su vez, su razón de ser en la necesidad que brota de la indigencia natural del hombre individualmente considerado pues, como enseña Aristóteles, la necesidad mantiene unidos a los hombres como un cierto elemento común[8]. Se trata, pues, de establecer los fundamentos sobre los que asentar el orden de tales relaciones.
En primer lugar, el principio de ordenación no puede ser otro que el fin social, es decir, el bien común. Pero el fin social está ordenado al fin total del hombre en tanto es parte de un todo y puesto que la vida social no agota la entera vida humana sino que es sólo una parte de ella, se ha de tener en cuenta que el bien común social no agota la totalidad de la perfección de la vida humana[9].
En segundo lugar, ha de establecerse como principio derivado que regula el orden social el principio de subsidiaridad, principio sobre el que la Doctrina Social de la Iglesia ha puesto un énfasis muy especial a partir de la Quadragessimo Anno de Pío XI hasta nuestros días.
El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia establece al respecto:
“Conforme a este principio, todas las sociedades de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda (subsidium) -por tanto de apoyo, promoción, desarrollo - respecto a las menores. De este modo, los cuerpos sociales intermedios pueden desarrollar adecuadamente las funciones que les competen, sin cedérselas injustamente a otras agregaciones sociales de nivel superior, de las que terminarían por ser absorbidos y sustituidos y por ver negada, en definitiva, su dignidad propia y su espacio vital.
A la subsidiaridad entendida en el sentido positivo, como ayuda económica, institucional, legislativa […] corresponde una serie de implicaciones en negativo, que imponen al Estado abstenerse de cuanto restringiría, de hecho, el espacio vital de las células menores y esenciales en la sociedad. Su iniciativa, libertad y responsabilidad, no deben de ser suplantadas”[10].
Como recordaba Juan Pablo II, en Centesimus Annus, con el principio de subsidiaridad contrastan las formas de centralización, de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público. Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por las lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos. La ausencia o el inadecuado reconocimiento de la iniciativa privada, incluso económica, y de su función pública, así como también los monopolios, contribuyen a dañar gravemente el principio de subsidiaridad.
Pero, por otra parte, no se ha de olvidad que “diversas circunstancias pueden aconsejar que el Estado ejercita una función de suplencia. Piénsese, por ejemplo, en las situaciones donde es necesario que el Estado mismo promueva la economía, a causa de la imposibilidad de que la sociedad civil asuma autónomamente la iniciativa; piénsese también en las realidades de grave desequilibrio e injusticia social, en que sólo la intervención pública puede crear condiciones de mayor igualdad, de justicia y de paz. A la luz del principio de subsidiaridad, sin embargo, esta suplencia institucional no debe de prolongarse y extenderse más allá de lo estrictamente necesario, dado que encuentra justificación solo en lo excepcional de la situación”[11].
En resumen, la sociedad política superior y perfecta (Estado) ha de hacerse cargo de las actividades que las organizaciones sociales inferiores no pueden realizar, mas sólo a título supletorio; y a su vez no realizar las actividades que las organizaciones inferiores pueden hacer por sí mismas y que son de su responsabilidad. De este modo, el principio de subsidiaridad viene a ser la clave que permite hallar un equilibrio entre el intervencionismo y asistencialismo del Estado y un Estado que abandona al hombre y abdica de su papel de garante del bien común.
En tercer lugar debemos mencionar la virtud de la justicia en su dimensión distributiva definida clásicamente como aquella especie de la justicia que regula la relación del todo con la parte. Dice Santo Tomás: “[…] otra relación considerada es la del todo respecto a las partes; y a esta relación se asemeja el orden al que pertenece el aspecto de la comunidad en relación con cada una de las personas; este orden, ciertamente, lo dirige la justicia distributiva, que es la que distribuye proporcionalmente los bienes comunes[12]”.
Siguiendo a Aristóteles, el Santo Doctor, establece que en la justicia distributiva el medio no se expresa por una igualdad (como en el caso de la justicia conmutativa) sino por una proporción: “[…] en la justicia distributiva no se determina el medio según la igualdad de cosa a cosa, sino según la proporción de las cosas a las personas[13]”. Podemos decir, entonces, que la justicia distributiva busca el bien particular de los grupos e individuos que tienen derecho a participar, según igualdad proporcional, en el bien común. Ella es la que regula las relaciones entre las estructuras sociales y de todos los que tienen legítimamente a su cargo el cuidado de una comunidad, con las demás personas. Concretamente, regula los deberes de las autoridades con relación a los gobernados. Su objetivo es hacer participar a las personas del bien común de acuerdo con sus capacidades y necesidades.
Por último, debemos mencionar un hecho no menor. Si como venimos diciendo, toca al Estado en tanto sociedad política perfecta, el cuidado del bien común, no se ha de perder de vista que la primera y principal atribución de esta sociedad política perfecta es la soberanía, la que ha de ser plena en lo temporal y ha de tener: la posesión total de un territorio, el imperio sobre los ciudadanos, la libertad en sus decisiones y la suficiente autonomía en el ejercicio de sus funciones[14].
Con estos principios fundamentales que rigen el recto orden político se podrá, pues, construir en la Ciudad el mejor sistema posible de Salud Pública. El cual, en cuanto sistema, está sujeto a las circunstancias, a las mudanzas de las cosas terrenas y, sobre todo, al dictado de la experiencia. Mas sin los principios que hemos enumerado no vemos de qué modo la Salud Pública se ordene al bien común. La Salud Pública es, por tanto, antes que una cuestión médica, una cuestión que incumbe a la filosofía política.

6. La actual desnaturalización de la salud.

Se plantea la pregunta si, en la actualidad, asistimos a una desnaturalización de la salud humana. La experiencia nos compele a dar una respuesta rotundamente afirmativa a este interrogante.
El proceso de desnaturalización de la salud afecta, en primer término, a la misma noción de salud, simpliciter; desnaturalización profunda que se inserta en el contexto más amplio de la cultura contemporánea signada por un inmanentismo radical y un hedonismo asfixiante. En este marco, el hombre contemporáneo atribuye a la salud, entendida sobre todo en su dimensión corporal, un valor tan preeminente que, de hecho, aparece como un valor absoluto. No se la percibe como una parte del bien total de la persona, conforme expusimos al principio, y la sola idea de su pérdida sume al hombre actual en angustias inenarrables. Como corolario, el dolor, la enfermedad y el sufrimiento resultan inconcebibles, carentes de todo sentido trascendente y se consideran verdaderos absurdos, inaceptables en el horizonte existencial del hombre de hoy cada vez más ceñido a los límites de un hedonismo ramplón.
Esta desnaturalización cultural de la salud impacta, desde luego, en lo social y ejerce no poca influencia a la hora de diseñar las políticas de salud pública con lo que tenemos la otra cara de este proceso de desnaturalización. ¿Acaso la promoción del aborto en nombre de la salud, la llamada salud reproductiva, la eutanasia, los programas masivos de esterilización (del varón y de la mujer) y tantas otras plagas, convertidas hoy en los ejes centrales de las políticas sanitarias de los gobiernos, no responden a esta grave desnaturalización cultural de la salud?
He aquí un primer punto; pero no el único. Si repasamos los principios del recto orden social y político que expusimos más arriba, será posible hallar, en el abandono y olvido de tales principios, otras modalidades de la desnaturalización de la salud. En efecto, la noción de bien común como fin de la vida política ha sido recusada y sustituida por la de interés general, noción ambigua y carente de cualquier referencia a la perfección del todo social y de la persona. Se da, así, inevitablemente, el choque de los intereses y la lucha por la preeminencia de unos sobre otros.
No menor importancia hemos de atribuir al abandono del principio de subsidiaridad con su secuela de desintegración y atomismo social ya apuntada. En este marco no es posible sustraerse a la tiranía de los grupos de presión (grupos financieros, industriales, etc.) ni al totalitarismo del Estado muy frecuente en nuestro tiempo y en nuestras sociedades democráticas.
¿Y qué decir cuando la justicia distributiva es despreciada? No puede esperarse otra cosa que males ingentes.
Pues bien, abandonada, más práctica que teóricamente pero abandonada de todos modos, la noción de bien común, despreciadas las claves del orden social, esto es, la subsidiaridad y la justicia distributiva, ya no es posible hallar un modo adecuado de regular y ordenar la actividad de los diversos agentes que concurren en la asistencia médica, ni de asignar los recursos, ni de armonizar e integrar las partes, ni de preservar aquella comunidad primaria que es la díada médico-enfermo (de hecho anulada en los sistemas de salud burocratizados e impersonales), ni de evitar la injusticia, ni de asegurar la equidad, ni la calidad tecnológica, ni la eficiencia administrativa.
Pero el punto sobre el cual queremos llamar la atención de modo especial es el que concierne a la soberanía del Estado nacional. No decimos nada nuevo si afirmamos que en el día de hoy las políticas sanitarias son dictadas por poderes supranacionales que mediatizan a los Estados nacionales; así, aborto, salud reproductiva, eutanasia, “derechos reproductivos”, reglas de juego reales (no las declamadas) para la investigación científica con seres humanos, anticoncepción, etc., son graves cuestiones frente a las que los Estados nacionales vienen perdiendo, de manera creciente, la autonomía y la capacidad de decisión. De este modo, las políticas de salud pueden llegar a convertirse, paradójicamente, en la mayor amenaza para la salud de los pueblos. He aquí, en su máximo grado la desnaturalización de la salud y de las políticas que se destinan a su cuidado.
Concluimos diciendo que un sistema de salud, como afirmamos antes, debe responder a las exigencias del bien común en el marco de la nación. Mas para ello, habrá que levantarlo, más allá de los aspectos técnicos específicos, sobre los fundamentos naturales (y aún sobrenaturales) de la Ciudad terrena.
Será pues obra de la inteligencia; pero, también, obra del amor por esta parcela de la Ciudad terrena que Dios nos ha encomendado y que responde al bello y entrañable nombre de Argentina.


[1] Gaudium et spes, n. 26: “[…] summam eorum vitae socialis condicionum quae tum coetibus, tum singulis membris permittunt ut propriam perfectionem plenius atque expeditius consequantur”.
[2] Gaudium et spes, n. 76. “Bonum vero commune summam complectitur earum vitae socialis condicionum, quibus homines, familiae et consociationes, suam ipsorum perfectionem plenius atque expeditius consequi possint”.
[3] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n 1906-1909.
[4] Cf. Jordán B. Genta, Principios de la Política, Buenos Aires, 1978, p. 93.
[5] Pablo Sánchez Garrido, El bien común clásico ante la polémica contemporánea sobre perfeccionismo y neutralidad, en Revista Electrónica E-Aquinas, año 4, octubre 2006.

[6] Cf. Roberto J. Brie, Salud y Sociedad, en Simposio sobre la salud en el hombre, Buenos Aires, 1981, páginas 88 y siguientes.
[7] Cf. José Luís Mainetti, Análisis actual de los sistemas de atención médica, en Revista Quirón, Volumen 29, Número 2, junio 1998, páginas 17 a 19.
[8] Aristóteles, Ética Nicomaquea, V, c. 5.
[9] Cf. Félix Adolfo Lamas, Ensayo sobre el orden social, Buenos Aires, 1985, páginas 185, 186.
[10] Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 186.
[11] Compendio de la .., o. c., n. 188.
[12] Summa Theologiae II-IIae, q 61,a 1, corpus.
[13] Summa Theologiae II-IIae, q 61, a 2, corpus.
[14] Cf. Jordán B. Genta, Principios…, o. c., página 96.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Mario;
soy Guillermo Rojas me parecio mas que exelente este articulo tuyo y me tome el atrevimiento de reproducirlo en el blog www.largentinaposible.blogspot.com
Te mando un fuerte abrazo, que estes bien.

Lis dijo...

Hola, Guillermo. Disculpá la demora en responerte pero, como te dije el domingo, estuve en los últimos meses, con algunos problemas. Estoy retomando el blog.
Te agradezco tu comentario y la difusión de mi modesto trabajo.
Un abrazo
Mario